Gig Economy vs Estado de Bienestar

En 2018, el Banco Mundial invitó a los países a “reimaginar” la forma en que está pensada la protección social. Con matices, el desafío está asociado al concepto de estado de bienestar, que se caracteriza por combinar el libre mercado con políticas sociales, para facilitar la igualdad de oportunidades y la protección de aquellos que no trabajan, por desempleo, edad o minusvalía. El financiamiento de este tipo de sistema tiene base en los impuestos sobre la renta, una estructura que, de acuerdo a Michal Rutkowski, director de Protección Social y Trabajo del Banco Mundial, “se ve cada vez más desafiada por acuerdos laborales fuera de los contratos de trabajo estándar”.

El taxista de Uber, la recolectora de Cornershop o el repartidor de Rappi son ejemplos de la gig economy; también el profesional que presta servicios en la misma lógica –por demanda. Todos ellos operan en contextos laborales en que el trabajador o la trabajadora es un sujeto global, a menudo ubicado geográficamente por GPS y que presta un servicio determinado. Son ejemplos de la proliferación de esta nueva estructura laboral, basada en aplicaciones que ofrecen servicios específicos, de corto plazo, realizados por personas independientes, en donde la plataforma sólo conecta la oferta con la demanda. La revolución digital y fenómenos como la pandemia por Covid-19, así como la necesidad de mayor inclusión, entre otros, han hecho que esta economía que desafía el statu quo crezca exponencialmente.

Para Scott Duke, académico de la Facultad de Economía de Harvard, esta modalidad de trabajo es, en principio, un bien neto: “Los mercados de plataformas pueden mejorar sustancialmente el bienestar social permitiendo transacciones nuevas o mejoradas. Esto conduce a nuevas actividades laborales, ampliando las opciones de los trabajadores”. Sin embargo, un trabajador autónomo contribuye menos al sostenimiento del estado de bienestar que el trabajador asalariado. Como explica Gregorio Martín, académico de la Universidad de Valencia, la economía gig se beneficia del trabajo freelance y aprovecha la posición de trabajador independiente para eludir costos fiscales asociados a la protección social de los empleados.

Las aplicaciones se han transformado en una fuente de trabajo para aquellos que por diversas razones están fuera del mercado laboral tradicional. A nivel mundial, unas 50 a 80 millones de personas son parte de la gig economy (Woodcock & Graham 2020; Gig Economy Data Hub 2020). En Chile, hay estimaciones sobre unos 15.000 conductores de aplicaciones de reparto y 200.000 conductores de personas (Fielbaum & Tirachini 2019; Comisión Nacional de la Productividad, 2019).

Según datos del Banco Mundial pre-pandemia, los trabajadores de la gig economy (incluiría a los profesionales independientes que prestan servicios por cuenta propia para medianas y grandes compañías) llegan a unos 84 millones de personas, alrededor del 3% del total de los trabajadores del mundo, pero aún “no hemos encontrado la forma en la que las protecciones sociales se pueden aplicar a este nuevo tipo de trabajadores”, advierte Rutkowski.

El choque entre la libertad y la desprotección en el caso de un trabajador de delivery ya ha sido la materia de una película del cineasta laborista Ken Loach, Lazos de familia (Sorry, we miss you, 2019), que se ve enfrentado a la idea conflictiva de ser “dueño de su propio tiempo”, pero depender, en realidad, de las exigencias agobiadoras de su subcontratista.

1. Efectos de una organización descentralizada y la gestión algorítmica

Desde el punto de vista organizacional, la economía gig ha impulsado la relevancia de la gestión a través de algoritmos, haciendo desaparecer lógicas colectivas dentro de las compañías. Incentivos, capacitaciones, jefaturas y retroalimentaciones han quedado reducidas a indicadores asociados a la cantidad de trabajo, la rapidez y la satisfacción de los usuarios. Cierto enfoques basados en la teoría del actor en red (Bruno Latour) han defendido una comprensión del entorno como redes distribuidas entre entidades humanas y no humanas, incluidas las compuestas por las tecnologías digitales y los algoritmos. Como lo expresa el artista y activista inglés Siraj Izhar, “el ser humano es ahora un dispositivo más, que hace cosas en el Internet de las Cosas (...) en donde la capacidad de la red puede depender más de los algoritmos que del ser humano”. Así, la persona queda relegada a ejecutar tareas de acuerdo a las notificaciones que recibe a través de una plataforma, similar a las acciones que llevan a cabo los dispositivos inteligentes al recibir señales a través de sus sensores, fuera de cualquier instancia personal o colectiva.

Para el investigador suizo Simon Schaupp, “los trabajadores de la gig economy han tomado en cuenta que sus medios de vida dependen de las acciones y algoritmos de las plataformas, en donde tienen poca o ninguna capacidad de influir”. A pesar de los beneficios derivados de ser libres de decidir cuándo y por cuánto tiempo quieren trabajar y en qué área, “existe un consenso entre esos estudios de que a nivel de relaciones laborales contribuye a la precariedad”, señala Schaupp.

Los trabajadores de la gig economy dicen sentirse solos y aislados. No tienen, en forma espontánea al menos, colegas con los que socializar o un equipo o comunidad de la que formar parte. De acuerdo a Ashley Goodall, VP de Liderazgo en Cisco Systems, estos sistemas atentan contra la seguridad psicológica y la confianza en el futuro de los trabajadores: “Lo colectivo es la realidad de tu experiencia en el trabajo, ya que un trabajador tiene personas detrás de su hombro, cuidándolo, guardando sus confidencias, ofreciendo retroalimentación a su trabajo, conteniendo cuando parece abrumado”. Todas ellas serían dimensiones perdidas para la mayor parte de los trabajadores de la gig economy.

La consultora Li Jin afirma que las empresas que entran en este concepto persiguen ganancias a corto plazo para acelerar el crecimiento y atraer la inversión externa, lo que disminuye el interés por generar organizaciones robustas e impulsar el desarrollo de sus trabajadores. Es un tipo de descentralización que no sólo afecta el sentimiento de pertenencia y comunidad, sino también los derechos directos de los trabajadores, como los de sindicalización, la protección de datos o el acoso laboral.

2. Impulso post pandemia

Por otro lado, la gig economy, gracias a su flexibilidad y al soporte liviano de su estructura, se comporta como una especie de seguro de desempleo. Un estudio del BID sobre el futuro del trabajo en América Latina y el Caribe sostiene que la pandemia del Covid-19 “ha actuado como un catalizador de las tecnologías disponibles”, que habían tenido una adopción lenta. El teletrabajo, la capacitación a distancia y las plataformas digitales bajo demanda se convirtieron en alternativas viables para facilitar la recuperación de los empleos perdidos. También hay maneras aún más optimistas de plantear el tema.

Camille Fetter, de Forbes Councils Member, sostiene que “después de la pandemia, la economía gig está brindando niveles de oportunidades sin precedentes a las mujeres que quieren tener ambos, trabajo y hogar”. Asimismo, dice que ve a las mujeres en “el asiento del conductor” frente a las organizaciones empleadoras, que están recurriendo a empleados autónomos e independientes, cuya cantidad de horas comprometidas es muy variable, en un mundo donde el lugar físico ya no es una condicionante. Citando datos de Statista, Fetter señala que en Estados Unidos la cantidad de trabajadores independientes aumentó de 12,9 millones en 2017 a aproximadamente 23,9 millones en 2021.

Históricamente, las mujeres y los migrantes han estado entre los grupos más afectados por las dificultades de entrar al mercado laboral, así como por el trabajo precario. Organismos como el BID registran cómo la gig economy se ha convertido en una nueva forma de generar ingresos y una alternativa para la integración al mercado laboral de miles de personas. Pero también reconoce que es clave encontrar la manera de adaptar los esquemas de seguridad social a la flexibilidad laboral: “un aseguramiento efectivo sin eliminar la flexibilidad que los usuarios de las plataformas digitales tanto valoran. De lo contrario, el atractivo laboral se reduciría sustancialmente”.

Muchas veces se trata de discursos simplificadores o reductivos; y prácticamente siempre son polarizadores: “ellos” contra “nosotros”. La simpleza cumple una función paradójica: hace pensar a mucha gente que esto sí que se entiende, que tiene la claridad de la que carecen el debate y la negociación y por lo tanto vuelven a interesarse en la política. La “antipolítica” logra la tarea de repolitizar a grandes sectores, como demostraron el izquierdista Hugo Chávez en Venezuela y el derechista Victor Orbán en Hungría; la polaridad que ambos usaron fue la “pueblo” contra “elite”.

Buena parte del problema es que a cambio de las oportunidades que ofrece esta nueva forma de economía, las empresas están obteniendo la mayor parte de los beneficios, mientras los trabajadores asumen la mayor parte de los riesgos. El estado no puede entregar o mantener sus servicios ante la nula o baja contribución de las empresas involucradas, afirma Gregorio Martín cuando analiza la realidad europea. Asimismo, el auge de la gig economy también está implicando la entrada de más competidores y, como consecuencia, se debería ver afectada la rentabilidad, lo que presiona la búsqueda de disminuir costos.

Hay coincidencia: la gig economy implica un cambio en la cultura del empleo. El tipo de relación que históricamente conocemos entre el estado, las empresas y los sindicatos deja de funcionar en ella. La idea de un empleo en un mismo lugar por muchos años también encuentra una nueva opción, especialmente para las nuevas generaciones. La pandemia ha dejado en claro que la gig economy puede llegar a imponerse mucho más rápido de lo que se imaginaba, al mismo tiempo que crece la deuda de la legislación laboral respecto de la figura del trabajador contingente.

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